Este texto pertenece a la novela American Gods... Su reproduccion en este espacio no es con animo de lucro ni un intento de vulneracion de los derechos de autor..
Es solo la manera que tengo de expresar mi admiracion hacia su autor e intentar que sea conocido por mas personas...
Ante la longitud del texto seleccionado... Sera subido en dos/tres entradas...
Solo espero que lo disfruteis como lo disfrute yo...
EL VIAJE A AMÉRICA
1721
«La cosa más importante que hay que entender sobre la historia americana —escribió el señor Ibis, en su diario encuadernado en cuero—. es que es ficticia, no es más que un simple boceto a carboncillo hecho para los niños o aquellos que se aburren fácilmente. Ya que gran parte de ella no ha sido inspeccionada, imaginada ni pensada, es la representación de la cosa y no la cosa en si. Es una gran ficción —escribió y se detuvo un instante para mojar la pluma en e! tintero y organizar sus pensamientos—, que América fue fundada por peregrinos que buscaban la libertad para creer en lo que quisieran, que vinieron a las Américas y se extendieron, reprodujeron y llenaron la tierra vacía.»
En verdad, las colonias americanas no eran más que un vertedero, un lugar de huida y para olvidar. En los días en que podían colgar a alguien en Londres, en el árbol de triple corona de Tyburn. por robar doce peniques, las Américas se convirtieron en un símbolo de clemencia, de una segunda oportunidad. Pero las condiciones de transporte eran tales que algunos preferían bailar sobre la nada hasta que se acababa el baile. Deportación, lo llamaban: durante cinco años, diez o de por vida. Ésa era la sentencia.
Los vendían a un capitán, que los transportaba, amontonados como en un barco negrero, hasta las colonias o las Antillas; al llegar a puerto el capitán los vendía como criados a aquel que pagara el precio de su pellejo. Entonces tenían que trabajar para su amos, hasta que éste hubiera recuperado la suma que había pagado por ellos. Como mínimo no estaban esperando en una cárcel inglesa a que los colgaran (ya que en aquellos días las cárceles eran un lugar donde los prisioneros se quedaban hasta que los liberaban, deportaban o colgaban: no los sentenciaban por un período de tiempo), y tenían la libertad de sacar el máximo provecho del nuevo mundo. También podían sobornar a un capitán para que los devolvieran a Inglaterra antes de que hubiera concluido el tiempo de la deportación. Había gente que lo hacia. Y si las autoridades los atrapaban, si un viejo enemigo o un viejo amigo con alguna cuenta pendiente los veía y los denunciaba, los ahorcaban de inmediato.
Recuerdo —escribió tras una breve pausa, durante la cual había llenado el tintero de su escritorio con una botella de tinta negra del armario y había mojado la pluma de nuevo- la vida de Essie Tregowan, que vino de un pequeño pueblo gélido encaramado a la cima de un acantilado de Cornualles, en el suroeste de Inglaterra, donde su familia había vivido desde tiempos inmemoriales. Su padre era pescador y se rumoreaba que era uno de los provocadores de naufragios, aquellas personas que colgaban sus lámparas en lo alto de acantilados peligrosos cuando arreciaban las tormentas, para atraer los barcos bacía las rocas y poder quedarse así con los bienes que llevaban a bordo. La madre de Essie trabajaba como cocinera en la casa del señor, y a la edad de doce Essie empezó a trabajar allí, limpiando los alimentos. Era una niña muy pequeña y delgada, con los ojos castaños y grandes y el pelo oscuro. No le gustaba trabajar duro y se escabullía continuamente para escuchar historias y cuentos siempre que hubiera alguien dispuesto a contar alguno: cuentos de piskies y spriggans, de los perros negros de los moros y de las mujeres foca del Canal. Y, aunque el señor de la casa se reía de aquellas cosas, de noche, los criados de la cocina siempre cogían un plato de porcelana con la leche más cremosa de la casa, v lo dejaban frente a la puerta de la cocina, para los piskies.
Pasaron varios años, y Essie ya no era una chica pequeñita: tenía curvas y su cuerpo se mecía al andar como las olas del mar verde, y sus ojos oscuros sonreían, y su pelo castaño alborotado y rizado. Los ojos de Essie dieron con Bartholomew, el hijo de dieciocho años del señor que acababa de volver de Rugby, y de noche fue a la roca que había en el limite del bosque, donde puso un poco del pan que Bartholomew había comido, pero que no había acabado, envuelto en un mechón de su propio pelo. Y al día siguiente Bartholomew fue junto a ella y le habló, y la miró con aprobación con sus propios ojos, el azul peligroso de un cielo cuando se avecina tormenta, mientras ella limpiaba la chimenea de su habitación.
«Tenia unos ojos tan peligrosos», dijo Essie Tregowan.
Al cabo de un tiempo, Bartholomew se fue a Oxford y, cuando el estado de Essie resultó muy obvio, fue despedida. Pero el bebé nació muerto y, como favor a la madre de la niña, que era una cocinera excelente, la mujer del señor consiguió convencerlo para que Essie recuperara su antiguo trabajo.
Pero el amor de Essie por Bartholomew se había convertido en odio hacía su familia y, al cabo de un año, escogió como nuevo pretendiente a un hombre de mala reputación, llamado Josiah Horner. de un pueblo cercano. Y una noche, mientras la familia dormía, Essie se levantó y abrió la puerta lateral, para que entrara su amante, que desvalijó la casa.
Inmediatamente, todas las sospechas recayeron en alguien de la casa, ya que resultaba más que obvio que alguien tenía que haberle abierto la puerta, que la mujer del señor recordaba perfectamente haber cerrado, y alguien tenía que saber dónde se guardaba la cubertería de plata y en qué armario se encontraban las monedas y pagarés. Aun así, Essie, que lo negó todo con gran decisión, no fué condenada hasta que Josiah Horner fue atrapado en una cerería de Exeter, donde intentó usar uno de los pagarés. El señor lo identificó como suyo y Horner y Essie fueron a juicio.
Horner fue condenado a la horca por el tribunal del condado, pero el juez se apiadó de Essie, debido a su edad o a su pelo castaño, y la condenó a siete años de deportación. Debía partir en un barco llamado Neptuno, bajo las órdenes de un tal Capitán Clarke. De forma que Essie se fue a las Carolinas. En mitad de la travesía, llegó a un acuerdo con el mismo capitán y lo convenció de que la llevara de vuelta a Inglaterra con él, como su mujer, y de que la llevara a la casa de su madre de Londres, donde nadie la conocía. El viaje de vuelta, después de que el cargamento humano hubiera sido cambiado por algodón y tabaco, fue una época tranquila y feliz para el capitán y su nueva mujer, ya que ambos parecían una pareja de tortolitos, incapaz de dejar de manosearse o de hacerse carantoñas.
Cuando llegaron a Londres, el Capitán Clarke acomodó a Essie con su madre, que la trató como la nueva mujer de su marido. Ocho semanas más tarde, el Neptuno partió de nuevo, y la joven esposa de pelo castaño fue a despedir a su marido desde el muelle. Luego volvió a casa, donde, debido a la ausencia de su suegra, aprovechó para hacerse con un corte de seda, varias monedas de oro y un bote de plata en el que la vieja mujer guardaba los botones y, tras guardárselo todo, desapareció en los burdeles de Londres.
Durante los dos años siguientes, Essie se convirtió en una consumada ladrona. Sus amplias faldas podían ocultar una multitud de pecados que consistían principalmente en rollos de seda y encaje, y vivió la vida al máximo. Essie daba gracias por haber escapado a las vicisitudes de todas las criaturas de las que le habían hablado de niña, de los piskies (cuya influencia, estaba segura, alcanzaba hasta Londres), y todas las noches ponía un cuenco de leche en la cornisa de una ventana, a pesar de que sus amigos se reían de ella; pero ella se rió la última, cuando sus amistades cogieron la viruela o la gonorrea y Essie siguió con una salud de hierro.
Le faltaba un año para cumplir los veinte, cuando el destino le asestó un duro golpe: estaba sentada en la taberna Crossed Forks de Fleet Street, en Beli Yard, cuando vio entrar a un hombre joven, recién salido de la universidad, que se sentó cerca de la chimenea. «¡Aja! Un pichón listo para ser desplumado», pensó para sí misma. Así que se sentó junto a él y empezó a decirle que le parecía que era todo un caballero y empezó a acariciarle una rodilla y. con la otra mano, con sumo cuidado, intentó cogerle el reloj de bolsillo. Entonces, el la miró fijamente y a Essie le dio un vuelco el corazón y se le cayó el alma a los pies cuando el azul peligroso del cielo de verano antes de una tormenta la miró a los ojos y el amo Bartholomew dijo su nombre.
La llevaron a la prisión de Newgate y la acusaron de volver antes de cumplir el tiempo de una deportación. Al ser declarada culpable, Essie no sorprendió a nadie cuando alegó estar preñada para no cumplir condena, aunque las matronas de la ciudad, que tuvieron que comprobar tal alegación (que en la mayoría de casos acostumbraba a ser falsa), si se quedaron asombradas cuando tuvieron que admitir que Essie estaba en estado, aunque se negó a decir quién era el padre.
De nuevo, su sentencia de muerte fue conmutada por una deportación, esta vez de por vida.
Se embarcó en la Doncella del mar, a bordo de la cual había doscientos deportados, amontonados en la bodega como si fueran cerdos camino del mercado. La disentería y la fiebre campaban a sus anchas por el barco; apenas había sitio donde sentarse, y mucho menos aún para tumbarse; una mujer murió al dar a luz al fondo de la bodega y, como la gente estaba demasiado apretada como para poder sacar los cuerpos, madre e hijo fueron tirados por un ojo de buey, directamente al mar gris y picado. Essie estaba de ocho meses y era increíble que mantuviera con vida al bebé, pero al final lo consiguió...
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