La Doncella del mar atracó en Norfolk, Virginia, y Essie fue comprada por el propietario de una "pequeña plantación", un cultivador de tabaco llamado John Richardson, ya que su mujer había muerto por las fiebres provocadas por el parto, una semana después de dar a luz a su hija, que necesitaba una nodriza y una criada que se hiciera cargo de todas las tareas de su pequeña granja.
De forma que el hijo de Essie, a quien llamó Anthony, según dijo, en nombre de su marido fallecido (a sabiendas de que no había nadie en el lugar que pudiera contradecirla, y quizá había conocido a un Anthony una vez), mamó de los pechos de Essie junto con Phyilida Richardson. A la hora de comer, la hija de su amo era siempre la primera, por lo que se convirtió en una niña con buena salud, alta y fuerte, mientras que el hijo de Essie fue un niño débil y raquítico.
Y junto con la leche de Essie, los niños mamaron todos sus cuentos: los de los knockers y los blue-caps que vivían en las minas; los de Bucea, el espíritu más juguetón de la tierra, mucho más peligroso que los piskies pelirrojos y de nariz respingona, a quienes siempre les dejaban el primer pez que pescaban en una teja, y a quienes les dejaban un pan recién horneado en el campo, al llegar la época de la siega, para asegurarse una buena cosecha; les habló de los hombres del manzano, viejos manzanos que hablaban cuando tenían mente, y a los que había que apaciguar con la primera sidra de la cosecha, que se vertía sobre sus raices al llegar el fin del año, si querían tener una buena cosecha al año siguiente. Les habló con su acento melifluo de Cornualles de los árboles de los que no debían fiarse:
El olmo llora
El roble odia
Pero el sauce echa a andar,
Si hasta larde te puedes quedar.
El roble odia
Pero el sauce echa a andar,
Si hasta larde te puedes quedar.
Les contó todas estas cosas y ellos se las creyeron porque ella se las creía.
La granja prosperó y Essie Tregowan empezó a poner todas las noches un plato de porcelana con leche junto a la puerta de atrás, para los piskies. Y al cabo de ocho meses, John Richardson llamó sin hacer ruido a la puerta de la habitación de Essie y le pidió los favores que las mujeres acostumbran a conceder a los hombres, y Essie le dijo lo sorprendída y dolida que estaba, una pobre viuda, y una sirvienta no mucho mejor que una esclava, a la que le pedía que se prostituyera por un hombre por el que sentía tanto respeto —y una criada no podía casarse, así que no alcanzaba a comprender cómo se le ocurría atormentar a una chica deportada— y sus ojos de color castaño se llenaron de lágrimas, de tal forma que Richardson empezó a pedirle disculpas, y el resultado final fue que John Richardson acabó hincando una rodilla en aquel pasillo en aquella calurosa noche de verano, para proponerle el final de su contrato como criada y para solicitarle su mano en matrimonio. Ahora bien aunque ella aceptó, le dijo que no dormiría con él hasta que todo fuera legal, de forma que se trasladó de la pequeña habitación del ático al dormitorio del amo, que daba a la fachada de la casa; y aunque algunos de los amigos del granjero Richardson y sus mujeres lo hirieron con sus comentarios cuando lo vieron por la ciudad, muchos más de ellos opinaban que la nueva señora Richardson era una mujer de gran belleza y que Johnnie Richardson había hecho una gran elección.
Al cabo de un año, Essie dio a luz a otro hijo, otro chico, pero tan rubio como su padre y su media hermana, y lo llamaron John, por su padre.
Los tres niños iban a la iglesia los domingos para escuchar a los pastores, e iban a la pequeña escuela para aprender las letras y los números con los niños de otros pequeños granjeros; aun así, Essie también se aseguraba de que conocieran los misterios de los piskies, que eran los misterios más importantes que había; hombres pelirrojos, que tenían unos ojos y una ropa tan verdes como un río y la nariz respingona, eran hombres bizcos de aspecto curioso que, si querían, podían trastornarte, embaucarte y hacerte desviar de tu camino, a menos que llevaras sal en los bolsillos, o un poco de pan. Cuando los niños iban a la escuela, los tres llevaban un poco de sal en un bolsillo, un poco de pan en el otro, los viejos símbolos de la vida y la tierra, para asegurarse de que llegaban sanos y salvos a casa, algo que siempre conseguían.
Los niños crecieron en la exuberancia de las colinas de Virginia, se hicieron altos y fuertes (aunque Anthony, su primer hijo, fue siempre un poco más débil y pálido, y proclive a padecer enfermedades y malaria) y los Richardson eran una familia feliz; y Essie amaba tanto como podía a su marido. Llevaban diez años casados cuando John Richardson empezó a sufrir un dolor de muelas tan intenso que le hizo caer de su caballo. Lo llevaron al pueblo más cercano, donde le quitaron la muela, pero ya era demasiado tarde, y la infección de la sangre se lo llevó, con la cara negra y gimiendo, y lo enterraron bajo su sauce favorito.
La viuda Richardson se hizo cargo de la administración de la granja hasta que los dos hijos tuvieran suficiente edad para hacerlo; se encargó de comprar a criados y esclavos, de cosechar el tabaco, año si, año no; vertió sidra sobre las raíces de los manzanos en Noche Vieja y puso un pan recién hecho en los campos durante la época de la siega, y siempre dejó un plato con leche en la puerta de atrás. La granja prosperó y la viuda Richardson se ganó una reputación de negociadora dura, pero cuya cosecha siempre era buena, y que nunca engañaba a nadie con la calidad de sus productos.
De forma que todo fue bien durante diez años más; pero entonces llegó un año mal, ya que Anthony, su hijo, mató a Johnnie, su medio hermano, en una pelea furibunda sobre el futuro de la granja y de la mano de Phyllida; y algunos dijeron que no había querido matar a su hermano, y que fue un golpe tonto, que acabó siendo una herida demasiado profunda, y otros dijeron lo contrario. Anthony huyó, con lo que a Essie le tocó enterrar a su hijo más joven junto a su padre. Algunos dijeron que Anthony huyó hacia Boston y otros afirmaron que se dirigió al sur, pero su madre pensaba que había tomado un barco para regresar a Inglaterra, para alistarse en el ejército del rey Jorge y luchar contra los rebeldes escoceses. Pero ahora que se había quedado sin hijos, la granja era un lugar vacío y triste, y Phyllida sufría y se lamentaba como si le hubieran partido el corazón. Nada de lo que su madrastra pudiera decirle o hacer conseguía devolverle la sonrisa a la cara.
Pero tuviera el corazón roto o no, necesitaban a un hombre en la granja, de manera que Phyllida se casó con Harry Soames, carpintero de barco de profesión, que se había cansado del mar y soñaba con llevar una vida en tierra firme, en una granja como la de Lincolnshire. en la que se había criado. Y aunque la de los Richardson era bastante pequeña, Harry Soames encontró suficientes similitudes que lo hacían feliz. Phyllida y Harry tuvieron cinco hijos, de los que sobrevivieron tres.
La viuda Richardson echaba de menos a sus hijos, y echaba de menos a su marido, aunque ahora ya no era más que el recuerdo de un hombre justo que la trató con cariño. Los hijos de Phyllida iban a ver a Essie para que les contara cuentos, y ella les hablaba del Perro Negro de los Páramos, y de la Cabeza Parlante, o del Hombre del Manzano, pero no les interesaban; sólo querían oír las historias de Jack, Jack y las Judías Mágicas, o Jack el Matagigantes, o Jack y su Gato y el Rey. Essie quería a aquellos niños como si fueran su propia sangre y carne, aunque a veces los llamaba por los nombres de los que llevaban muertos hacía tiempo.
Era mayo y Essie sacó su silla al huerto de la cocina, para coger guisantes y pelarlos a la luz del sol. ya que incluso en el calor exuberante de Virginia, el frío se había apoderado de sus huesos igual que el hielo se había apoderado de su melena, y un poco de calor era una sensación muy agradable.
Mientras la viuda Richardson pelaba los guisantes con sus manos viejas, se puso a pensar en lo mucho que le gustaría volver a andar una vez más por los páramos y los acantilados salados de su Cornualles nativo, y pensó en cuando se sentaba sobre los guijarros de la playa cuando era una niña, a la espera de que regresara el barco de su padre de los mares grises. Sus manos, torpes y con los nudillos azules, abrían las vainas, tiraban los guisantes en un cuenco de barro, y dejaban caer las vainas vacías sobre el delantal del regazo. Y entonces se dio cuenta de que estaba recordando, tal y como no hacía desde mucho tiempo, una vida que había perdido: cómo había afanado monederos y birlado sedas con sus dedos inteligentes; y se acordó del juez de Newgate, que le dijo que pasarían doce semanas antes de que vieran su caso, y que podría escapar de la horca si alegaba embarazo, y que era una chica muy bonita, y se acordó de cómo se volvió hacia la pared y se levantó las faldas con valentía, a pesar del odio que sentía por sí misma y por aquel hombre que, después de todo, tenía razón; y cuando sintió que algo cobraba vida en su interior supo que podría esquivar a la muerte...
—¿Essie Tregowan? —dijo el desconocido.
La viuda Richardson alzó la cabeza y se tapó los ojos con una mano para protegerse del sol de mayo.
—¿Le conozco? —preguntó. No le había oído acercarse.
El hombre iba vestido todo de verde; pantalones de tela escocesa verde, una chaqueta verde y un abrigo verde oscuro. Tenía el pelo de color zanahoria y torció la boca al sonreirle. Había algo en aquel hombre que la hacía feliz al mirarlo, y algo que transmitía una sensación de peligro.
Podría decir que me conoce.
Ambos entrecerraron los ojos al mirarse, y Essie buscó en su cara redonda una pista para averiguar su identidad. Parecía tan joven como uno de sus nietos, y sin embargo la había llamado por su viejo nombre, y tenía un acento al hablar que conocía de su infancia, de las rocas y los páramos de su hogar.
—¿Es de Cornualles?—preguntó ella.
— Así es, de ahí soy —dijo el hombre pelirrojo—. O más bien, lo era, pero ahora estoy aquí, en el nuevo mundo, donde nadie pone un vaso de cerveza o de leche para un hombre honesto, o un pan cuando llega la época de la siega.
La vieja sujetó el cuenco de guisantes que tenía en el regazo.
—Si eres quien creo que eres —dijo—, no quiero pelearme contigo. —Oía las quejas de Phyllida al ama de llaves, dentro de casa.
—Ni yo tampoco contigo —dijo el tipo del pelo rojo, un poco triste—, aunque fuiste tú quien me trajo aquí, tú y unos cuantos como tú, a esta tierra que no tiene tiempo para la magia ni lugar para los piskies y los seres como ellos.
—Me has hecho bastantes favores —dijo ella.
—Buenos y malos -dijo el desconocido con los ojos entrecerrados—. Somos como el viento. Soplamos en ambas direcciones.
Essie Asintió.
—¿Quieres cogerme la mano, Essie Tregowan? —Y el desconocido le acercó una mano. Estaba llena de pecas, y aunque la vista de Essie ya no era muy buena, vio todos los pelos naranja del dorso de su mano, que brillaban como el oro bajo la luz del sol del atardecer. Se mordió los labios. Entonces, tras algunas dudas, puso su mano sobre la de él.
Aún estaba caliente cuando la encontraron, aunque la vida había abandonado su cuerpo y sólo había pelado la mitad de los guisantes...
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